Aprovechaba
como excusa los paseos del perro para ser feliz. A medio paseo, cuando
más lejos de casa estaba, se sentaba en un banco discreto del parque y
sacaba un libro. Siempre era un relato de viajes. Y leía, se
teletransportaba al lugar donde se narraba la historia y se dejaba
llevar.
Allí,
sin cuatro paredes que la encerraran, rodeada de árboles y con gente
que paseaba tranquilamente a su alrededor se lo podía creer. Podía creer
que el escenario existía realmente, que podría estar allí algún día y
convertirse en una exploradora. Pasados
quince o veinte minutos, no más, cerraba el libro y retoma el camino de
vuelta. Volvía a su casa, con su familia y a su trabajo de lunes a
viernes.
Ayer, en uno de esos paseos le atropellaron el perro y murió. No sabía que iba a ser de ella ahora.
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